Cuando María Montessori observó a los niños, vio un milagro. Vio la construcción de la personalidad humana; ella vio la formación de la persona. ¿Qué está sucediendo dentro del ser humano desde el momento de su nacimiento? ¿Cómo este bebé recién nacido, incapaz de moverse y hablar, se convierte en un niño y luego en un adulto? ¿Cómo se vuelve fuerte, hablador, juguetón e independiente? 

Los cambios físicos son evidentes: la cabeza, el cabello y los dientes, su cuerpo cambia, etc. Pero ¿qué está pasando en su psique? ¿Quién le enseña a hablar, a moverse y a coordinar sus movimientos? La respuesta es nadie. Lo hace por sí mismo. 

Después de muchas observaciones, María Montessori concluyó que algo debe existir dentro de la psique de los pequeños: una fuerza, energía o sensibilidad misteriosa que les permita convertirse en individuos, convertirse en su propio creador sin aparentemente hacer nada. María Montessori observó que no es el adulto quien le enseña al infante, es el infante el que adquiere conocimientos simplemente viviendo. 

Cuando nace el bebé, no hereda las características de su especie. A través de sus experiencias en su entorno, creará el ser en el que se convertirá. Aprende y se desarrolla “absorbiendo” su ambiente. Aprende y se desarrolla a través de sus experiencias mientras observa, escucha, toca, huele, prueba y se mueve. Todas sus experiencias se absorben en su totalidad sin discernimiento. Formarán parte de su ser y de su vida adulta, los “encarna” y le ayudarán a formar parte de su cultura y su comunidad. 

Esta poderosa capacidad creativa es común en todos los infantes, de todas partes del mundo, y María Montessori la llamó la “mente absorbente”.

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