Los límites invisibles: cómo el lenguaje condiciona nuestra percepción

“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.”
— Ludwig Wittgenstein


El mundo como lo nombramos

A veces sentimos algo profundo, confuso, incómodo… pero no sabemos cómo explicarlo. Y esa falta de palabras se vuelve frustrante. Queremos que el otro lo entienda, pero no encontramos cómo decirlo. Nos pasa también al hablar con nosotras mism@s: no sabemos si lo que sentimos es tristeza, enojo, miedo, o una mezcla de todo.

Ahí es cuando pienso en lo que decía Wittgenstein: si no podemos nombrarlo, es como si no existiera del todo para nuestra conciencia.

El lenguaje no solo sirve para comunicar. Sirve para organizar lo que sentimos, entender lo que vivimos y darle forma a lo que parecía un caos interno.


El lenguaje como contenedor psíquico

Carl Jung hablaba del símbolo como el lenguaje del alma. Decía que los símbolos son la forma en la que el inconsciente se expresa. Desde ahí, el lenguaje se convierte en un contenedor psíquico: una manera de hacer visible lo que está en lo profundo.

Cuando no tengo palabras para lo que siento, eso que no puedo nombrar se queda rondando en mi cuerpo o en mi mente, generando ansiedad, insomnio, somatización o conductas impulsivas.

Nombrar me ayuda a integrar. No es solo una cuestión de expresarlo: es una forma de asimilarlo, de reconocer que eso existe dentro de mí y que puedo trabajarlo.


Heridas que no saben hablar

Muchos traumas vienen acompañados de silencio. De cosas que nunca se dijeron, o de emociones que nadie nos enseñó a reconocer.

El lenguaje emocional es una herramienta terapéutica. Y cuando empezamos a recuperar palabras para lo que sentimos, algo se acomoda. Es poner dentro del mapa algo que antes estaba en la sombra.


La sombra y el silencio

Jung también hablaba de la Sombra: esa parte de nosotros que no mostramos, que escondemos porque no encaja con la imagen que queremos dar o con lo que creemos que “deberíamos” ser.

Lo que no decimos, se actúa. Lo que no nombramos, se convierte en síntoma. Por eso es tan importante hablar de lo que duele, de lo que da miedo, de lo que no entendemos. No se trata de contarlo todo en voz alta, sino de poder reconocerlo internamente, con honestidad.


El lenguaje y lo espiritual: palabras como portales

Desde muchas tradiciones espirituales y mágicas, se considera que la primera forma de manifestar algo es a través de la palabra. Primero está la intención —la mente que crea una imagen— y luego viene la palabra: la voz que expresa esa intención y la empieza a materializar. Por eso la magia usa conjuros. Porque el verbo es acción, pero también dirección. Lo que digo, moldea lo que sucede.

Las palabras tienen peso. Energía. Vibración. Por eso es importante hablar con intención. Lo que digo sobre mí misma, lo que repito en silencio o en voz alta, tiene un efecto en mi percepción, en mi ánimo y en mis decisiones.

Hablar con conciencia no es solo hablar bonito. Es hablar desde el centro, desde el presente, desde la coherencia.


Nombrar es habitar

Yo he sentido en mi propio proceso cómo las cosas empiezan a cambiar cuando las digo. Cuando dejo de disfrazar lo que siento o lo que pienso, y simplemente me lo digo con honestidad. A veces, eso implica reconocer algo incómodo, que lo que pensaba de mí ya no me sirve. Que la historia que me he contado necesita una actualización.

Porque no se trata solo de encontrar las palabras adecuadas, sino de preguntarme si esas palabras siguen siendo verdad para mí. ¿Desde cuándo me digo que no puedo, que no sé, que no soy suficiente? ¿Quién me enseñó a nombrarme así? ¿Qué tanto espacio dejo para nombrarme distinto, para integrar lo nuevo?

Me doy cuenta de que, muchas veces, lo que me limita no es lo que siento, sino lo que creo sobre lo que siento. Nombrar con conciencia no es solo hablarme mejor, es darme permiso de ser más flexible, más libre, más yo. Dejar que entre una palabra nueva. Un significado nuevo. Y con eso, dejar entrar una versión distinta de mí. Palabras de afirmación. Estoy lista. Me creo. Confío en mí. Son puertas. Y yo decido si las cruzo o no.

¿Qué palabras me hacen falta en este momento de mi vida? ¿Cuáles ya no necesito repetir? ¿Qué etiquetas ya no me representan? ¿Qué ideas me estoy creyendo sin cuestionar? ¿Qué palabras nuevas podrían ayudarme a expandirme?
¿Qué posibilidades se abren en mí cuando dejo de repetir lo que otros dijeron y empiezo a nombrarme desde mi propia voz?

 

 

La mente absorbente

Cuando María Montessori observó a los niños, vio un milagro. Vio la construcción de la personalidad humana; ella vio la formación de la persona. ¿Qué está sucediendo dentro del ser humano desde el momento de su nacimiento? ¿Cómo este bebé recién nacido, incapaz de moverse y hablar, se convierte en un niño y luego en un adulto? ¿Cómo se vuelve fuerte, hablador, juguetón e independiente? 

Los cambios físicos son evidentes: la cabeza, el cabello y los dientes, su cuerpo cambia, etc. Pero ¿qué está pasando en su psique? ¿Quién le enseña a hablar, a moverse y a coordinar sus movimientos? La respuesta es nadie. Lo hace por sí mismo. 

Después de muchas observaciones, María Montessori concluyó que algo debe existir dentro de la psique de los pequeños: una fuerza, energía o sensibilidad misteriosa que les permita convertirse en individuos, convertirse en su propio creador sin aparentemente hacer nada. María Montessori observó que no es el adulto quien le enseña al infante, es el infante el que adquiere conocimientos simplemente viviendo. 

Cuando nace el bebé, no hereda las características de su especie. A través de sus experiencias en su entorno, creará el ser en el que se convertirá. Aprende y se desarrolla “absorbiendo” su ambiente. Aprende y se desarrolla a través de sus experiencias mientras observa, escucha, toca, huele, prueba y se mueve. Todas sus experiencias se absorben en su totalidad sin discernimiento. Formarán parte de su ser y de su vida adulta, los “encarna” y le ayudarán a formar parte de su cultura y su comunidad. 

Esta poderosa capacidad creativa es común en todos los infantes, de todas partes del mundo, y María Montessori la llamó la “mente absorbente”.